lunes, 20 de noviembre de 2006

UTOPÍA

Segundos antes de partir hacia la terminal para subirme al colectivo que al cabo de 500 horas me dejaría en Bariloche, para luego desde ahí abordar otro ómnibus de una empresa de turismo que me llevaría finalmente a Villa la Angostura, mi reproductor de mp3 (solo verdaderamente útil para estos viajes) que contenía casi 40 discos de distintos artistas rodó de la jabonera (pese a un intrincado cableado tendiente a evitar semejante cosa) y cayó en las profundidades de una bañera llena en la cual yo me estaba dando el último baño de inmersión por unos cuantos días.

Es difícil distinguir las señales de los accidentes.

Se acabó el baño de sales y comenzó una serie de intentos por secar el mp3 a contratiempo. En un momento casi lo meto en el microondas. Mi viejo con el auto estaba en camino cuando absolutamente resignada comencé a buscar al viejo walkman sin pilas abandonado desde hacía mucho tiempo en un cajón, y a algún casete que hubiese sobrevivido al tiempo, a las mudanzas y al progreso.

El único que encontré fue Utopía de Serrat. Compré pilas en la terminal (las pagué tres veces más), me despedí de mi viejo y sus consejos, apoyé la cabeza en la ventanilla y me hundí en Utopía con el play automático al terminar la cinta unas diez mil veces.

Todavía no había ocurrido lo maravilloso.

Con el correr de los kilómetros me convencí de que no era casual que el disco se llamase Utopía y que haya sido el único sobreviviente de una larga colección de casetes que heredó mi hermano.

Llegamos a Bariloche a las nueve de la mañana, faltaban cinco horas para el segundo micro hacia Villa. Decidí recorrer el Centro Cívico y almorzar algo liviano por ahí.

De pronto la gente entró en un murmullo general, el mozo se sonrió dejándome de prestar atención, y todos miraron hacia la puerta de entrada del local donde una pareja de gente mayor ingresaba entre sonrisas y aplausos.

La mujer me era absolutamente desconocida, pero el hombre no.

Esperé a que el furor pasara con el corazón demasiado acelerado, hasta que me levanté de mi silla y me acerqué a ellos.

Saludé a ella con mucho respeto, le di un beso a él con mucha alegría, puse play y le acerqué los auriculares.

El hombre se comenzó a reír y le pasó los auriculares a su mujer.

- No te vas a quedar ahí parada, vente con nosotros. – me dijo con su acento catalán.

El resto del mejor almuerzo que he tenido en muchos años lo pasé en la mesa de Serrat y su esposa que estaban de paseo por el sur argentino sin que nadie lo supiera.