lunes, 8 de enero de 2007

LOS VERANOS DE EMA

Doña Ema era una de las sobrevivientes de una casa vecina pegada a la de mis padres. Su historia es tan triste como extraña.

La familia de Doña Ema se había mudado al barrio en 1965 provenientes de algún lugar de la Provincia de Buenos Aires que ahora no recuerdo. Pronto fueron aceptados y queridos por toda la barriada, incluyendo a mis padres con los que llegaron a compartir más de una navidad y hasta algunas vacaciones en las Toninas.

En esa época la mesa del comedor de los vecinos estaba compuesta por Doña Ema y su marido, dos hijas, dos hijos y un suegro viejo que pasaba las tardes en la vereda.

La primera tragedia ocurrió en enero de 1967 cuando un colectivo fuera de control subió a la vereda y arrolló al suegro matándolo de inmediato.

Tres veranos después el hijo mayor de Ema murió ahogado durante una sudestada que arrasó a su bote mientras pescaba.

Ema ya no fue la misma. Pronto se fueron apagando los contactos con los demás y ella casi ni salía de su casa.

Corría noviembre de 1977 cuando su marido falleció inesperadamente de pancreatitis en muy pocos días.

La casa vecina se tiñó de sombras y sus habitantes se volvieron fantasmas ausentes que apenas saludaban al pasar sin levantar la vista del suelo para evitar preguntas o palabras de circunstancias.

Pasaron algunos años sin desdichas, los hijos mayores se casaron y solo Ema quedó en esa casa envejeciendo junto a su hija menor.

Sin embargo, otra vez durante un verano, en 1986, en un choque frontal contra un camión de camino a Mar del Plata se mataron su hijo mayor, su nuera y su pequeño nieto.

Ema estuvo internada casi dos años en un hospital donde era medicada día tras día absolutamente despegada de la realidad.

La casa vecina comenzó a derrumbarse en silencio y sin moverse apenas sostenida por las telarañas.

Cada verano todos en el barrio esperaban la mala noticia, de madrugada y por teléfono. Sin embargo no ocurrió ninguna por muchos años a menos que se cuenten muertes de mascotas jóvenes, principios de incendios o recurrentes robos.

Un día, Gladis, la hija menor de Doña Ema me contó que su familia tenía una maldición por algo que había ocurrido en 1964 y que los había hecho emigrar hacia Capital Federal.

No le pregunté, y tampoco me lo dijo.

Ayer doña Ema murió de un infarto mientras barría la vereda en el mismo sitio que había sido atropellado su suegro 40 años antes, el mismo día y a la misma hora.

Hablé mucho con Gladis durante el velorio de su madre. Se la notaba entera y mucho más tranquila de lo esperado. En un momento cerró los ojos y luego los abrió aliviada mientras me decía: Ya está, ya se terminó.