lunes, 12 de febrero de 2007

LOS PLANES DE DIOS

Hace unos días, por causas que revelaré al final de este texto, recordé de punta a punta la historia de Fernando, un ex amigo mío, que de paseo por Entre Ríos en busca de unas vacaciones diferentes y renovadoras que lo hicieran olvidar de un amor repentinamente traicionero, se enamoró de una de esas mujeres hermosas que pasean sus dotes y sus bailes por los circuitos del carnaval de Gualeguaychú.

La chica en cuestión se llamaba Mara, y era una morocha de mediana altura con flequillo recto, ojos verdes y un cuerpo precioso con quien Fernando vivió un amorío de tres noches de corsódromo, hotel y lentejuelas.

Al término de la cuarta jornada ella prometió visitarlo pronto en Buenos Aires y él se despidió desde la ventanilla del Chevallier con una sonrisa mientras agitaba la bandeja con alfajores y sanguchitos que recién le habían entregado.

Nunca más tuvo noticias de ella.

Durante los primeros días posteriores a su regreso de Entre Ríos, Fernando nos hablaba a sus amigos constantemente sobre Mara y su belleza. Nos aseguraba haber encontrado al amor de su vida y que todo (incluyendo la traición de su viejo amor) había sido un plan de Dios para que conociera a esta entrerriana que lo había deslumbrado por completo.

Al principio esperó su llamado ilusionado y confiado, pero con el correr de las semanas su esperanza fue mermando al punto de la depresión. Los amigos estuvimos a su lado.

Ese otoño decidió regresar a Gualeguaychú para rastrearla, sin embargo no supo obtener ningún dato de la mujer, ni en ése, ni en los otros viajes que realizó, incluyendo el de las vacaciones siguientes que dilapidó absolutamente atento a todas las comparsas sin Mara.

Dos o tres años después dejó de viajar a Entre Ríos y comenzó a olvidarse de ella a fuerza de veranear en Mar del Plata con una rubia bajita de Lanús que usaba aparatos en los dientes y con la que se casó a poco de quedar embarazada por primera vez.

Fue por ese tiempo que nos dejamos de ver. Su nueva mujer comenzó lentamente a alejarlo de sus viejos amigos y al poco tiempo (supe por extraños) se quedó sin amigos.

El sábado pasado me invitaron a la inauguración de un boliche en la zona Norte que regentea el marido de una amiga de mi mamá y que quería que yo lo ayudara para que todo estuviera impecable en el debut. Acomodé sillas, seleccioné música, probé cócteles y ayudé a cambiar a las mozas y promotoras.

A mitad de la noche una de ellas se torció un tobillo bajando las escaleras y cayó con la bandeja golpeándose el mentón contra el suelo. Inmediatamente la acompañé a la parte de atrás de la cocina para auxiliarla, y fue durante ese trayecto que me contó que se llamaba Mara, que era de Entre Ríos, que éste era su primer trabajo en Buenos Aires y que no lo quería perder a pesar de su accidente.

En ese momento recordé a Fernando y a sus antiguas descripciones coincidiendo con el rostro de la mujer que sostenía una servilleta con hielo contra su cara.

Le dije que se quedara tranquila porque no iba a perder el trabajo, luego la noche continuó y nos despedimos tres horas después con un beso, un agradecimiento y los teléfonos intercambiados por cualquier cosa.

Entonces llegó la parte en que se cumplió la profecía de Fernando en la que aseguraba que todo era una obra de Dios para que ellos dos se conocieran, ya que apenas salí del boliche esa misma madrugada en busca de un taxi, me crucé con él después de cuatro años, feliz de volver a verme y ofreciéndose a llevarme hasta mi casa.

A escasos treinta metros nuestro quedaba Mara cambiándose con las demás promotoras.

Estuvimos todo el trayecto conversando con Fernando acerca de la vida, de sus hijos, de su mujer y también de mis cosas.

Me dejó en la puerta y se despidió tocando bocina con una sonrisa.

No le dije ni una palabra sobre ella, no vaya a ser cosa que Dios se enoje porque me meto en sus intrincados planes.