domingo, 31 de diciembre de 2006

¡FELIZ 2007!

La primera carta llegó en Junio. La firmaba alguien a quien yo desconocía por completo y que muy amablemente me agradecía por lo realizado en la fiesta de Año Nuevo pasado. También me avisaba que ya se encontraban preparando la de este año y que esperaban fuera superior a la última.
En ese momento pensé que se trataba de un error aunque hubiera algo en esas líneas cordiales que no me resultaba absolutamente ajeno; algo tan imperceptible como cuando alguien muy querido pronuncia nuestro nombre y entonces uno por un momento se convierte en quien debe ser.
Archivé la carta en el cajón de las cartas archivadas y cuando ya había comenzado a olvidar el tema, me refiero a no pensar en ello más de una vez por día, llegó el segundo aviso.
Esta vez la suscribía otra persona desconocida para mí, pero que me trataba con el mismo tono amistoso que la anterior. Me llamaba por mi nombre y hasta en algún renglón lo hacía por un apodo transformado que solo mis más allegados de vez en cuando usaban en forma casual para nombrarme.
La segunda carta me contaba que mucho de lo bueno que estaba pasando en el año tenía que ver con el comienzo del mismo en el cual yo había tenido una participación fundamental e inspiradora. Al mismo tiempo agregaba que este año nada iba a ser dejado a la improvisación, porque ya tenían arreglado el lugar de los festejos, el catering y también la lista de personas que iban a asistir, que sin lugar a dudas superarían en diez veces a las de la última fiesta.
Se despedía enviándome un fuerte abrazo y haciéndome saber que muy ansiosamente muchas personas estaban esperando que llegara el primero de enero para poder verme realizar lo que había hecho el año pasado para unos pocos y que por fin ahora tendría el público que me merecía.

Esta vez me costó mucho más archivar la carta, tanto que decidí buscar la otra y cotejarlas.
Ambas habían llegado en sobres cerrados, firmadas solamente con nombres sin apellidos (como si se tratase de alguien conocido) y arrojadas por debajo de mi puerta. Las dos cartas contenían un tono afable pero vehemente y poderoso, pero sin dudas por algunos giros semánticos no se trataba de la misma persona. Las tuve unos días en un mueble cercano a la mesa del comedor y hasta se las mostré a algunos amigos y familiares que habían compartido conmigo la fiesta del fin de año pasado.

Lo más curioso comenzó a suceder cuando les pregunté qué era lo que había pasado en aquella fiesta del 31 de diciembre y todos más o menos en forma parecida, sostenían que tomamos demasiado, que yo misma estaba irreconocible y que me resultaba muy difícil sostenerme en pié, pero que aproximadamente a las dos de la mañana del primero de enero, salí a la vereda de mi casa para tomar un poco de aire y que no regresé hasta el otro día al mediodía.
En aquel momento mis amigos y familiares apenas se percataron de mi ausencia y supusieron que había ido hacia otra fiesta, pero ahora, que habían empezado a llegar estas cartas, me preguntaban dónde había estado con insistente curiosidad.

Ahí comenzaron los problemas, porque yo no tenía idea de dónde había estado, y ni siquiera recordaba haberme ido de la compañía de mis amigos y familiares.

A mediados de Octubre las cartas se multiplicaron, cada mañana mi puerta amanecía con dos o tres y hasta cuatro cartas lanzadas por debajo, y en otros casos por manos de mensajeros. Cientos de personas me agradecían el espectáculo del año pasado y me decían que este año llevarían a otros amigos que necesitaban algo como lo que yo les había mostrado para empezar el año con fuerzas.
Casi todos coincidían en que los frutos positivos de estos meses sin dudas habían tenido que ver con lo protagonizado por mí en aquella fiesta y que contaban con la absoluta certeza de que este año todo iba a ser más organizado para evitar que alguno se perdiera mi actuación.

Otras cartas eran de personas que juraban no poder dormir esperando ese día, pese a que el año pasado no estuvieron para verme y que se habían enterado después.
Muchos me decían que tenían grandes planes para el año próximo y que estaban seguros que si yo lo inauguraba como al último, todas esas metas podrían concretarse con más facilidad.
Algunos desconocidos absolutos me explicaban la teoría de que los años ocurren según como uno los empieza. Si se lo inicia golpeándose un ojo con un corcho o discutiendo con algún familiar, es altamente probable que el año depare malas noticias y contratiempos, en cambio si uno lo inicia en forma alegre y positiva (es ahí donde yo entraba en sus teorías) el año estaría plagado de buena suerte, felicidad y concreción de proyectos.

El 8 de diciembre me llegó la invitación formal. Era un sobre lacrado, que al principio confundí con otra de esas misteriosas cartas, y que contenía un mensaje de tinta negra sobre papel madera donde muy formalmente se me invitaba a realizar una actuación similar a la del año pasado, a las dos treinta de la mañana y en el mismo lugar. También agregaban que este año el pago sería de cincuenta mil pesos, suma que incluía a los cinco mil que me había negado a cobrar tras la actuación del año anterior.
La firmaba un tal Gregorio Dante Adesky y en la post data se me indicaba que a al igual que en la otra oportunidad me pasarían a buscar con absoluta puntualidad otra vez por la puerta de la casa donde yo me encontraba el anterior primero de enero.

Desde el día que recibí la invitación, hasta ese 31 de diciembre, no dejaron de llegar cartas anónimas de aliento, de amor y de agradecimiento.
Les pregunté a todos mis conocidos si alguno recordaba haberme visto en alguna fiesta o si de casualidad alguien me había acompañado a algún lugar después de las dos de la mañana, pero todos dijeron que no.

Los días pasaron y la fecha de mi actuación se acercaba a gran velocidad. Durante ese lapso de tiempo tuve varias intenciones cruzadas, a veces sentía que tenía que llamar a la policía y contarles todo, otras veces estaba segura de que se trataba de una gran broma ideada por algún amigo o tal vez por el gobierno, sin embargo otras veces comprendía que era verdad, que algo había hecho yo aquella noche, algo que estaba escrito en alguna parte de mí, algo de lo que solo mi corazón guardaba registro, ahí donde uno al querer recordar abre las puertas equivocadas.

El 31 de diciembre me levanté temprano, miré bajo la puerta y leí la última carta en llegar. Era de una tal Paula, que decía tener ocho años, que me deseaba mucha suerte para esa madrugada y que iba a estrenar un vestido que le habían regalado en Navidad específicamente para la noche de mi actuación. También me escribía que ya había elegido las promesas para el próximo año y que no tenía ninguna duda de que si todo salía como le contaron sus abuelos, este año se le cumplirían todos los deseos al igual que a ellos.

Luego de desayunar caminé un poco por el barrio, saludando a los vecinos y confundiéndome con el paisaje para sentirme fuera, o tal vez dentro, de cualquier secreto conocido o desconocido por todos.
Al mediodía almorcé en forma liviana porque hacía mucho calor y mientras encendía un cigarrillo me quedé haciendo un balance del año, de un año como cualquier otro, sin triunfos, sin metas cumplidas, pero al mismo tiempo sin tragedias, sin desesperación, sin poder de dejar de fumar.

Esa tarde recibí la visita de algunos amigas que estaban al corriente de la extraña situación y me preguntaban si necesitaba que me acompañaran y al mismo tiempo querían saber qué era lo que iba a hacer.
Y yo les decía la verdad. Y la verdad era que todavía no lo había decidido. Entonces se iban confundidas, pero deseándome suerte.

Cerca de las ocho de la noche comencé a elegir la ropa tratando inconscientemente de estar lo mejor posible, tanto me propuse estar bien que ni siquiera acepté compartir algunas copas tempraneras.
Durante la cena me mantuve seria, casi sin hablar y negándome a tomar alcohol, salvo a las doce en punto en que todo el mundo alzó las copas y brindamos por un año mejor.
Mis familiares, absolutamente enterados de mi realidad, me observaban y controlaban insistentemente el reloj esperando las dos de la mañana con más ansiedad que con la que habían esperado las doce.
El teléfono comenzó a sonar sin pausa, eran amigos que llamaban para saludar y al mismo tiempo para enterarse de cómo iban las cosas.

Cuando solo faltaba un minuto para las dos de la mañana, les dije a todos en voz alta que saldría a tomar un poco de aire a la vereda. Detrás de mí salieron todos. También estaban los vecinos y los amigos, éramos muchos en la vereda y todos me observaban.

La música fuerte salía de todas las casas abiertas confundiéndose con los gritos de los niños y las bombas de estruendo que saludaban al Año Nuevo. Caminé hasta el borde de la vereda y no tardé mucho en reconocer al auto negro que lento y puntual se acercaba hacia mí.
Todos rodearon al coche en cuanto se detuvo y también al hombre y a la mujer que salieron de él y que tras saludarme con cortesía, llamándome por mi nombre, me invitaron a subir.
Me despedí de todos diciéndoles que no se preocuparan, mintiéndoles que me había acordado lo que había sucedido el año anterior y que todo estaría bien. Un minuto después comenzamos el viaje.
Durante el trayecto solo me hablaron de lo impactante de mi actuación y de lo importante que había sido para darle fuerzas a todo el mundo en un año duro.
Les agradecí los elogios, acepté una copa de champagne, encendí un cigarrillo y veinte minutos después arribamos a nuestro destino.

Se trataba de una casa enorme que tenía un jardín adelante. Afuera había muchísimos autos estacionados en la cuadra y desde adentro se oían cientos de voces y música.
En cuanto ingresamos se escuchó un aplauso cerrado y un griterío conmovedor, la gente se estiraba para tocarme al andar y todos me agradecían y me deseaban suerte.

Cuando por fin estuve en el escenario, se hizo un silencio tan impactante que hasta dejaba oír los latidos de toda esa multitud. Fue entonces cuando respiré profundamente y acepté preguntarle de una vez por todas a uno de los hombres que estaba más cerca de mí, qué era lo que yo había hecho el año pasado.
El hombre se puso serio, observó a la callada multitud y luego mirándome fijamente a los ojos me respondió sin dudar:

“Señorita, usted el año pasado... levitó” y tras escuchar esta respuesta todos rompieron a reír a carcajadas.